Me dio por maliciar que fue el título de la novela lo que encandiló a mi amigo Antonio Sarabia. Lo cierto es que desde que supo de Perorata del apestado, de Gesualdo Bufalino, la buscó por cielo mar y tierra.
Luego de un viaje a la capital del país, y con el ánimo exangüe, fatigó librerías de viejo como ultima ratio. Venturosamente, dio con la obra y al poco la puso en mis manos, “debes leerla, me ha hecho llorar.”
Una perorata es un discurso previsible, largo y aburrido; piénsese en los emitidos por Fidel Castro o Hugo Chávez.
Lo de “apestado” se explica a poco de iniciar la lectura. La trama es esta: En un sanatorio para tuberculosos, supervivientes de la segunda guerra mundial, incurables de ese mal, pelean entre ellos y, sobremanera, desgranan palabras, palabras, palabras.
Temo no equivocarme si digo que esta novela se disfruta como quien devora un poema. Esa, su máxima virtud, es también su mayor escollo: el lector desprevenido, ajeno al trato con gigantes, puede dar la espalda al torrente de Bufalino y huir.
Aún comienzo su lectura. En el capítulo titulado, sugerentemente, “Los muchachos de la mucha muerte” el narrador recapitula algunos fallecimientos:
Angelo afirmaba que la muerte es un biombo de humo entre los vivos y los otros. Basta introducir en él las manos para pasar al otro lado y encontrar los solidarios dedos de quien nos ama. Siempre que se dejen pistas, huellas, menudencias que conserven nuestro olor. Fue tal vez esta idea la que le impulsó a confiar a una monja un fajo de cartas ficticias, para enviar una dos veces por año. En ellas contaba la futura novela de sí mismo, se jactaba de paternidades, empleos, éxitos; anunciaba banales indisposiciones que en el episodio posterior aparecían ya curadas y remotas. Su madre –nos explicaba- viviría así más tiempo, esperando en cada fecha el mensaje postizo en el que se prolongaba indefinidamente el eco de la querida voz desaparecida. Sería para ella como tener un hijo en ultramar, en Sao Paulo, en Little Italy. Ella murió inmediatamente después de él, sin embargo, y sor Tarsicia, si no ha llegado a saberlo, sigue enviando sin duda estas ofrendas fúnebres de un muerto a una muerta, que ningún cartero podrá jamás devolver al remitente…
Sebastiano se mató sin dejar una línea, arrojándose por el hueco de una escalera, y me había dicho inexplicablemente una mañana, con una risa sin luz:
-Cuando me roban todo, quiero sin embargo regalar algo.
Es la suya, en mi álbum de cruces, la que todavía sigue doliendo…
No hay comentarios:
Publicar un comentario