miércoles, 27 de julio de 2016

El micrófono






Es fama la propensión de los populistas por el micrófono. Abusaron de él, fatigando a su auditorio por largas horas, lo mismo Fidel que Chávez. La siguiente anécdota  la leí en Patria o muerte de Alberto Barrera Tyszka:

... cuando Hugo Chávez era un niño, a su pueblo natal, un pequeño lugar aislado, en medio de la pobreza campesina, llegó un día un obispo. Era una visita especial, todo un acontecimiento. Y en el caserío, quien sabe por qué, entre los actos de recepción, se decidió que un niño le diera la bienvenida al monseñor. Esa fue la primera vez que Chávez tuvo un micrófono en las manos. Un micrófono pequeño y errático, conectado a un equipo portátil y débil. Pero un micrófono.  Lo tuvo antes que una bicicleta. O antes, tal vez, que un par de zapatos con suela y cordones.

martes, 5 de noviembre de 2013

A la memoria de Álvaro Mutis


Álvaro Mutis, poeta y novelista –también coqueteó con el ensayo-, aunque nacido en Colombia,  desde 1956 se estableció en la ciudad México, por lo que no es gratuito considerarlo uno de los nuestros, falleció el pasado 22 de septiembre víctima de un problema  cardiorrespiratorio.

Recibió numerosas distinciones por su trabajo, entre ellas podemos destacar los premios Reina Sofía y Cervantes. 

Cualquiera de sus libros me parece recomendable. Uno de sus primeros trabajos Los elementos del  desastre   gusta a todos sus lectores; los de ayer y los de ahora. Hay algo inefable en esos versos, de humedad y de salitre, a manera de  imán. Fue en ellos donde conocí  al personaje central de sus navegaciones, Maqroll el Gaviero;  alto avizor, laborioso viajero por tierras  de fiebre y aventura. 

Maqroll  fue la conciencia del poeta, así lo vio Octavio Paz; pero no cualquier poeta,   Mutis pertenecía a la estirpe más rara, la de aquellos que tienen “Necesidad de decirlo todo y conciencia de que nada se dice. Amor por la palabra, odio a la palabra…  Gusto del lujo y gusto por lo esencial”.

La primera lectura que hice de la Oración de Maqroll la equiparo a la primera ocasión en que el cielo vi partido por un rayo.  Aquí unos versos:

“¡Oh Señor! recibe las preces de este avizor suplicante y concédele la gracia de morir envuelto en el polvo de las ciudades, recostado en las graderías de una casa infame e iluminado por todas las estrellas del firmamento. Recuerda Señor que tu siervo ha observado pacientemente las leyes de la manada. No olvides su rostro”.

Si la paciencia del lector admite otro título. También recomiendo urgentemente la lectura de Caravansary.  El título de ese poemario alude a la palabra inglesa que define al lugar (patio o posada) donde pernoctan las caravanas.  Para decirlo en corto, se trata de uno de los poemas en prosa más hermosos de nuestra lengua; homenaje a la condición nómada de todo aquel siempre presto a partir a otra costa, a otro horizonte, a la piadosa nada que a todos habrá de alojarnos.

Imaginemos al grupo que conforma una caravana mascando hojas de betel y escupiendo al suelo con monótona regularidad. Es de noche. Arriba:  inmutables estrellas. Abajo ellos dialogan, ¿de qué platican?

“Se habla de navegaciones, de azares en los puertos clandestinos, de cargamentos preciosos, de muertes infames y de grandes hambrunas.  Lo de siempre”.

lunes, 28 de octubre de 2013

Oración del 9 de febrero



Una apretada biografía del destacado militar y político mexicano Bernardo Reyes (1849-1913) contaría los siguientes hechos: peleó en la Segunda Intervención Francesa en México; por más de dos décadas gobernó y contribuyó al desarrollo industrial de Nuevo León; cercano a Porfirio Díaz (fue secretario de Guerra y Marina) en 1911 proclama el Plan de la Soledad donde se subleva contra el gobierno de Francisco I Madero, al poco es arrestado; dos años más tarde, la mañana del 9 de febrero de 1913,  es liberado por rebeldes opositores al gobierno maderista y se une al contingente que pretende tomar  Palacio Nacional, en el frustrado asalto es abatido. Por último, pero no menos importante, fue padre de Alfonso Reyes.

El hijo, a la postre, igualaría la fama del padre y consignaría su fatal desenlace como “una oscura equivocación en la relojería moral de nuestro mundo”. Testimonio del amor filial, diecisiete años después de la muerte de su padre, Alfonso Reyes comienza a escribir una de las piezas  más conmovedoras de la prosa hispanoamericana, la Oración del 9 de febrero.

Ajeno a la ansiedad, Reyes dispuso la publicación póstuma de su Oración. Ésta es llevada a cabo en 1963, por  Ediciones Era. Este año, cuando conmemoramos el centenario de la Decena Trágica, Era vuelve a editarla y, como en la primer ocasión, agrega el facsímil manuscrito.

En la Oración del 9 de febrero el regiomontano universal  consigna cómo remontó el luto: “Después me fui rehaciendo como pude, como se rehacen para andar y correr esos pobres perros de la calle a los que un vehículo destroza una pata; como aprenden a trinchar con una sola mano los mancos; como aprenden los monjes a vivir sin el mundo, a comer sin sal los enfermos.”

También nos comparte rasgos del carácter de su padre al analizar la evolución de su rúbrica; al pasearse por los tomos de su biblioteca. En todo caso, queda como imagen de don Bernardo la de un hombre al que  entusiasmaban las empresas titánicas, pleno de vigor pero contenido: “frena sus energías y administra el rayo”.

Los años finales del general Bernardo Reyes sumaron una decepción a otra. Tuvo que dimitir al cargo que tenía en el gabinete de Díaz por conflictos personales con otro grupo cercano a don Porfirio, el de los Científicos.   Vuelve a gobernar Nuevo León, no dura mucho; forzado a renunciar, parte a Europa y regresa a la caída de Díaz. Quienes le animaban a suceder en el poder al héroe del 2 de abril le fallaron, donde le habían ofrecido ayuda encontró delaciones; nunca segundas partes fueron buenas, sostiene Alfonso Reyes: “Ya no lo querían: lo dejaron solo. Iba camino de la desesperación, de agravio en agravio. Algo se le había roto adentro.” Obstáculos mil  le impidieron avenirse con Madero.  Una Nochebuena, vaya ironía, el cansancio le vence: se saber perseguido, en los límites de Linares se entrega prisionero. Qué otra cosa podía hacer con su vida un romántico como él, medita su hijo, sino tirarla por la borda, “arrojar a las olas su corazón”.   

La publicación de esta plegaria laica hecha libro fue saludada por el crítico Christhoper Domínguez Michael y la recomienda a los nuevos lectores de Alfonso Reyes como el pórtico perfecto “de toda una enorme obra que, mal tolerada, desdeñada e incomprendida, es una de las muestras más fieles de civilización –ruina y hogar, monumento y paraíso- que nuestra literatura le puede ofrecer al porvenir”. 

 Todos lo saben, y los que lo niegan saben que engañan: Alfonso Reyes fue la figura tutelar de su generación. Y no se ha visto que quepan dos centros en un círculo.

 

domingo, 13 de octubre de 2013

Peroratas


 
El diccionario define perorata como  discurso largo y aburrido y como un razonamiento molesto e inoportuno. Me gusta imaginar que fue Fernando Vallejo (Medellín, Colombia, 1942) quien sugirió a la editorial Alfaguara usar esa palabra para el conjunto de participaciones dispersas del autor colombiano recogidas en un libro bajo ese título. Dejemos que sea él quien lo presente:

“Alfaguara –nos dice Vallejo- ha reunido aquí treinta y dos textos míos: artículos, discursos, conferencias, ponencias, prólogos y presentaciones de libros y películas. En ellos quedan expresados mis sentimientos más fuertes: mi amor por los animales, mi devoción por algunos escritores, mi desprecio por los políticos y mi odio por las religiones empezando por la católica en la que me bautizaron pero en la que no pienso morir.”

Fernando  Vallejo pasará a la historia como el espléndido autor de novelas que ya es,  destacan La virgen de los sicarios y El desbarrancadero; o como el apasionado biógrafo de un puñado de autores, Barba Jacob el mensajero,  Cuervo Blanco (sobre el filólogo y gramático  Rufino José Cuervo); o como el furibundo ensayista de una larga diatriba contra la iglesia católica: La puta de Babilonia.

A quienes ya conocen la obra de este escritor  es posible que Peroratas aporte poco y agobie por reiterativa. Sin embargo, para quien sepa nada del colombiano es un buen comienzo en el conocimiento de sus amores y animadversiones.

Me puede parecer vana su insistencia en la primera persona narrativa pero no su aguerrido amor por las palabras. Admiro su claridad y contundencia: “Nadie tiene la obligación  de hacer el bien, todos tenemos la obligación de no hacer el mal”, pero no suscribo sus temeridades: “…  no te reproduzcas que la vida es un horror e imponerla el crimen máximo”.

Celebro su humor (negro, mayormente) y su honradez. A diferencia de tanto bribón y tartufo, como los hay, Fernando conecta su cerebro con su lengua y ésta con sus acciones. Ha hecho público su amor por los animales y, consecuente, donó integro los importes de los premios que ganó en reconocimiento a su trabajo, el Rómulo Gallegos y el que otorga la FIL de Guadalajara, a asociaciones protectoras de animales.

Su sinceridad, por momentos puede ofender y en ocasiones movernos a reflexionar. Como cuando distingue el amor del sexo: “Yo lo único que sé del amor es que está ahí, como la luz, como la gravedad, como una infinidad de fenómenos y cosas que me rodean y no entiendo… No sé muy bien qué sea el amor, pero de lo que estoy convencido es de que es algo muy distinto al sexo y a la reproducción, con los que lo confunde mi vecino.”

Por la misma senda, haciendo gala de honestidad brutal: “Lo único verdaderamente importante para el hombre es la alimentación y la cópula. O mejor dicho, la alimentación para la cópula, pues el hombre en esencia no vive para comer sino que come para lo otro.”

Recomiendo la lectura de este libro haciendo previo aviso de que en él encontraremos acendrados odios, escasas simpatías, alguna ocurrencia y no pocas necedades.

Finalmente, Fernando Vallejo, cometió la astucia de, en un breve enunciado, resumir su arte:   “Cada quien es sus palabras”.

viernes, 11 de octubre de 2013

Searching for sugar man


En la pasada entrega de los Premios de la Academia,  Searching for sugar man,    del  director sueco Malik Bendjelloul,  se alzó con el Oscar al mejor largometraje documental. Buscando a sugar man, o como sea que la nombren entre nosotros,   cuenta la historia de las circunstancias del segundo aire de un misterioso cantante norteamericano de raíces hispanas.

Nacido en Detroit, Michigan, en 1942, de padres inmigrantes mexicanos,   Sixto Rodríguez  es un compositor  cuyas  canciones lisa y llanamente pasarán a la historia  por el poder persuasivo de sus letras, las cuales  guardan un aire de familia con las de Bob Dylan.

En  los sesenta se desempeñaba cantando en bares de Detoit; a finales de esa década es contratado para grabar un disco,  lanzado al mercado en 1970 llevó por nombre Cold Fact. A partir de ese momento firmaría sus trabajos utilizando únicamente su apellido, Rodríguez.  Ni esa producción ni la que le siguió, Coming from Reality  (1971) obtuvieron éxito comercial en Estados Unidos.

Sin embargo, en las lejana  Sudáfrica el talento de Rodriguez fue apreciado por multitudes. Pertenece a la esfera del misterio la explicación del fenómeno; pero se barajan hipótesis. Cuenta la leyenda  que allá por los setenta  una chica norteamericana visitó a su novio afincado en Ciudad del Cabo; ella llevaba consigo Cold Fact. No es improbable que de ese modo se haya introducido nuestro personaje  en el mercado sudafricano.

Los jóvenes castigados por el apartheid  conectaron con las letras de Rodríguez y tomaron como suyas las protestas de sus canciones. El paso de los años incrementaría la popularidad de Rodriguez. Su álbum Cold Fact fue adoptado como símbolo en la lucha contra el poder opresor de aquella nación africana.  Sus canciones, como era de preverse, fueron prohibidas y censuradas en la radio pues no solamente avivaban el descontento sino que promovían prácticas ilegales, tal era el caso de una de las más populares,  Sugar Man:

“Silver magic ships you carry
Jumpers, coke, sweet Mary Jane

No se requiere mucha elucubración  para entender que Sugar Man es un eufemismo para aludir al dealer.

En una época anterior a las redes sociales, Rodríguez, como pocos, padeció las veleidades de la popularidad. Fue famoso ignorando que lo era.   Con el tiempo se esparció el rumor de que  en un concierto, ante una audiencia poco receptiva, se había suicidado.

Toda intriga genera sus detectives: promediaban los noventa cuando dos entusiastas del trabajo de Rodríguez, Stephen Segerman y Craig Strydom,  investigaban la identidad del músico. Segerman había detectado que la popularidad  en el país natal de Rodríguez era ínfima sino que inexistente.  Siguieron la pista del dinero, una pesquisa llevó a otra, hasta dar con la revelación mayor: Rodríguez aún vivía y trabajaba como obrero.

Al descubrimiento siguió el contacto directo y la posterior invitación a viajar a Sudáfrica para ofrecer conciertos. Sin embargo, poco cambió en la vida del cantante; las mieles del éxito le sorprenden cansado y con glaucoma. El dinero que ganó en los últimos años, informa el documental, lo dio a parientes y amigos. Continuó viviendo en su humilde casa en el centro de Detroit y forma parte de esa ciudad venida a menos que no hace mucho se declaró en bancarrota.

 

domingo, 29 de septiembre de 2013

La diligencia


Recuerdo un estribillo de Joaquín Sabina:

En pantalla Dalila cortaba el pelo al cero a Sansón
y en la última fila del cine, con calcetines aprendimos tú y yo.

Juegos de manos, a la sombra de un cine de verano.
Juegos de manos, siempre daban una de romanos.

Lo de los calcetines es importante subrayarlo porque alude a la edad temprana. He recuperado esas líneas no por lo relativo a los primeros escarceos del cantautor  andaluz sino por la serie de películas que cifraron el gusto de esa época.  Por lo que a mi toca, mi educación sentimental está ligada al western. De manera  que cuando niño, en la matiné, siempre daban una de vaqueros.

Borges veía el  western como un  bastión de la épica. Por la exaltación del coraje que suele caracterizarle,  el género no podía serle indiferente. Las películas del oeste nos simplificaban la existencia: éste era el valiente, aquel el canalla. Con el correr de los años el cine complicó la cuestión al punto que resultó indistinguible el bueno del malo. Quizá por eso recordamos con cariño aquella Arcadia donde no había lugar a las equivocaciones.

Entre las películas de vaqueros, La diligencia (Sategecoach), de John Ford, ocupa un lugar de honor. Data de 1939 y  el rol protagónico corre a cargo de John Wayne.

¿Qué sucede cuando un grupo de extraños se ven obligados, por las circunstancias, a compartir un trecho de sus vidas? Una de las posibles respuestas es la historia que nos cuenta este film.

Al principio se nos presentan a quienes viajarán en la diligencia: la prostituta, el médico borracho, la dama, el jugador, el banquero, el hombre de negocios, el sheriff y el conductor. En el camino se les sumará el prófugo Ringo Kid (Wayne).  También se nos informa  que el telégrafo ha sido cortado y en el área merodean los apaches.

Como se podrá imaginar, dando que el viaje inicia en un punto y terminará en otro, hay un desplazamiento, interrumpido por los altos en las diversas postas para descansar y comer,  durante el cual habrá lugar para la interacción entre los variopintos personajes. No hablaré del final pero anticipo que éste se teje entre el romance y un ajuste de cuentas.                                                                                                                                                                                             

Hay una secuencia que el espectador difícilmente olvidará, aquella donde la diligencia repele a plomo  una emboscada de los apaches. Ahí, quedó para la historia muestra de la pericia técnica de  Ford y su equipo.

John Ford (1894-1973), cuatro veces ganador del Oscar, dirigió más de 140 películas,  es uno de los grandes directores de la industria, comenzó su carrera en el cine silente, entre sus trabajos también se cuentan Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, El fugitivo, El hombre tranquilo, El hombre que mató a Liberty Valance.

Los exteriores de La diligencia  se rodaron en  Monument Valley, fue postulada a siete Premios de la Academia; consiguió dos -mejor actor de reparto (Thomas Mitchell) y  mejor música-.  Popularizó a John Wayne y es para muchos una de las mejores películas del oeste de todos los tiempos. El próximo miércoles, dos de octubre, en el cineclub de Estación Palabra, a eso de las seis de la tarde, se proyectará esta película. La entrada es libre.
Envío estas líneas a Antonio Saravia con quien no pocas veces he compartido el cine y la sardina.                                                                                                                                                                     

domingo, 22 de septiembre de 2013

La ternura caníbal



En una película de Woody Allen un par de malhechores maquinan un crimen. A punto están de ejecutarlo cuando uno interroga al otro: ¿y si existe dios?

Llama la atención como aún entre canallas afloran, no tanto como se quisiera, los miramientos. He pensado en este asunto luego de leer La ternura caníbal (Páginas de espuma, 2013) de Enrique Serna.

Ese  libro es la tercera aportación de Serna al género del cuento; le preceden Amores de segunda mano y El orgasmógrafo.

A Serna le son atractivos los personajes innobles; encuentra en ellos girones de humanidad pero nada más: son lo que son. Serna arropa con nuevos trajes una sospecha antigua: el hombre está hecho de mala levadura.

 De modo que no es de extrañar que en el villano favorito de la historia mexicana, Antonio López de Santa Anna, Serna haya encontrado tela de dónde cortar y confeccionara una de las novelas que mayor fama le han prodigado, El seductor de la Patria.

Por la misma senda camina Ángeles del abismo. Acaso, de sus novelas, mi favorita; donde recrea las peripecias de un par de pillos en época del virreinato.

En La ternura caníbal una galería de personajes enfrentados a destinos inmisericordes trazan un arco de las variantes del egoísmo. Hay de todo, como en botica: el marido próximo a fallecer  que exige a su mujer, luego de que él muera, se inmole para ser enterrados juntos; el matrimonio de artistas que desprecian  mutuamente sus respectivas obras; el escritor de provincia necesitado de probar su competencia que  recibe el elogio de un eminente poeta y al poco entiende que más vale no cacarear el asunto y asumirlo como una gloria privada; el afeminado que en vez de hincar los colmillos en su presa afecta, inopinadamente, inútil elegancia; la pareja que recurre a la práctica swinger como antídoto contra las ruinas de la rutina.

El primero (Entierro maya) y el último (La incondicional) de los cuentos son mis favoritos e imprimen sardónica redondez al volumen.

Los artistas de rigor, y Serna lo es, no eluden el dictamen del espejo; sabe que la literatura sirve también para enfocar sus zonas de niebla. Enrique Serna cruzó su Rubicón con Fruta Verde, una de las pocas novelas, entre nosotros, sobre la bisexualidad.

El estercolero nuestro de cada día provoca en Serna más recaídas en el humor que en la vana queja. En sus incursiones en la espesura de la modernidad atisba una que otra verdad meritoria de examen; por ejemplo: “-el honor- es otra antigualla obsoleta como la fidelidad y el romanticismo. Maldita modernidad, cuantos sentimientos nobles has convertido en chatarra.”

Sobra decir que recomiendo su lectura.