martes, 13 de julio de 2010

¿Quién mató al Obispo?



El 26 de abril de 1998 el obispo Juan Gerardi fue brutalmente asesinado. Su cuerpo se encontró en el garage de la casa parroquial donde vivía, en un céntrico barrio de la capital guatemalteca.

Las líneas de investigación seguidas para esclarecer el homicidio fueron diversas, pasaban desde un crimen pasional homosexual, tráfico ilegal de arte sacro aparentemente descubierto por el obispo, hasta la mordedura de un perro pastor alemán cuyo dueño era otro sacerdote, también morador de la casa parroquial y asistente del obispo.

Sin embargo, la respaldada por el libro El arte del asesinato político, ¿Quién mató al obispo?, crónica del escritor guatemalteco-norteamericano Francisco Goldman, es la que finalmente terminaría por llevar a prisión a tres militares y al sacerdote aludido en el juicio más polémico de que se tenga memoria en ese país centroamericano.

¿Por qué unos militares, en complicidad con un sacerdote, tramaron el crimen? Las motivaciones del religioso no quedaron demostradas con claridad aunque podemos conjeturar que fue tentado por la ambición; pero parece indiscutible su participación. Los militares sentenciados (bajo el cargo de complicidad, no como autores materiales) fueron simples peones de un macabro tablero de ajedrez.

¿Cuál fue la mano que movió las piezas? El libro apunta hacia el Estado Mayor Presidencial (EMP). Dos días antes del homicidio, Juan Gerardi había presentado un largo y pormenorizado informe, resultado de años de investigación, donde se daba cuenta de los crímenes y violaciones a los derechos humanos cometidos por el ejército de Guatemala en los años de la guerra civil.

Algunas divagaciones: Si el informe ya se encontraba en circulación ¿cuál la utilidad de asesinar a Gerardi y atraer los focos sobre los militares, sospechosos naturales a la luz de la denuncia del obispo? ¿Una vulgar venganza, con más costos que beneficios para el aparato militar? Si, como parece, el EMP tramó el atentado ¿obró por cuenta propia o con el con el visto bueno de Juan Arvizu, entonces presidente constitucional de Guatemala?

Lo que el lector encontrará en la crónica de Goldman es una historia alucinante. Por una parte se asiste a la tesis sostenida por el autor en el libro, el arte del asesinato político: distraer la atención, sembrar pistas falsas… En seguida la reflexión apunta a lo difícil que resulta esclarecer un crimen en un país subdesarrollado en materia de investigación criminal (la escena del crimen fue contaminada deliberadamente) donde los juicios se resuelven por las declaraciones de testigos; y los testigos, se sabe, se compran, se intimidan o se silencian.

Precisamente, quizá el lado más flaco de la parte acusadora (por la que toma partido Goldman) descansa en su testigo estrella: un indigente que dormía en las afueras de la casa parroquial pero que en realidad era un informante del EMP. Este taimado personaje irá administrando la información; cambiará sus declaraciones, como si fuese un retorcido personaje de una novela negra.

Finalmente, ni el autor material ni el intelectual pagaron judicialmente por el crimen. ¿Quién mató al obispo? es la pregunta a la que ni Goldman ni nadie, hasta el momento, ha podido cabalmente responder.

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