miércoles, 14 de julio de 2010

Apocalipstick



Una palabra define a la persona y obra de Carlos Monsiváis: amontonamiento. Si se pasea por el museo de El Estanquillo, donde se da cuenta de su furor coleccionista, o se consultan sus libros de crónicas, se advierte que prácticamente casi todo le interesó: el cine de rumberas, Pedro Infante, La Familia Burrón, el Nigromante, y un agotador etcétera.

El último libro que publicara en vida, Apocalipstick, ostenta en la portada la instalación del fotógrafo Spencer Tunick en el zócalo capitalino: otro amontonamiento, éste de defeños encuerados. (“El peso de la muchedumbre aniquila la vergüenza”, sostiene Monsiváis en las páginas que le dedica al asunto.)

El gentío como espacio para la tolerancia, es otra de sus tesis. Con una anécdota nos ilustra como los usuarios del Metro sancionan con indiferencia lo que antaño fuera motivo de abominación: “Los novios pelean, discuten… Luego se reconcilian y se despiden con un beso casto. ¿Qué tiene de raro lo anterior? Nada, salvo que los novios son del mismo sexo.”

La instalación de Tunick o cualquier otro asunto, la marcha contra el desafuero de López Obrador, un mitin Zapatista, Semana Santa en Ixtapalapa, el Metro en las horas pico, lo que sea, con tal de que convoque multitudes, fue pasto para la voracidad de Monsiváis; en su obra, cito a Wallance Stevens, “las personas ocupan el lugar de los pensamientos”.

El cronista intuyó que: “si soy único es porque soy igual a todos. Si soy igual a todos, no me parezco a nadie”. Teniendo eso en mente se ajustaba su chaqueta de mezclilla y sin reparar en la rebeldía de sus greñas (en nuestra sociedad, Monsiváis lo sabía, “Apariencia es destino”) se adentraba en el pueblo para tomarle el pulso. En esas fachas, se sabía excéntrico; algún chilango, ajeno a su retórica, pudo juzgarlo, sencillamente, despeinado.

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