Una democracia demanda la participación de demócratas. Por redundante que luzca la frase siempre he creído que es así. Un candidato que se precie de ser demócrata sabe que en la apuesta se gana y se pierde. La distancia entre el ganador y el perdedor puede no ser abrumadora, puede, incluso, cifrarse en un solo voto; el demócrata lo sabe y lo admite.
Cuando el sentido de la votación a favor de Obama era ya irreversible el candidato John McCain ante un nutrido número de seguidores congregados en Phoenix, Arizona, asumió su derrota. Telefoneó a su rival para felicitarlo por haber sido “electo Presidente del país que los dos amamos” y discurrió un discurso en este sentido:
Les pido a todos los estadounidenses que me apoyaron no sólo que lo feliciten sino que le ofrezcan a nuestro nuevo Presidente su buena voluntad y esfuerzo para zanjar nuestras diferencias y ayudar a restaurar nuestra prosperidad; a preservar nuestra seguridad en un mundo peligroso y dejar a nuestros hijos y nietos un país mejor y más fuerte que el que nosotros heredamos.
Se me dirá que la diferencia en el conteo de los votos ara amplia y marcaba a un claro ganador. Les recuerdo el caso de Al Gore en el 2000, quien acaso sí tenía fuertes motivos para desconocer el triunfo de su oponente. Su comportamiento fue similar. Dictado el fallo, se reconoce al ganador y se exhorta a la unión, no a la división. Entre nosotros, salvo contadas y honrosas excepciones, nuestros políticos no reconocen la derrota, se erigen víctimas de un fraude.
a.a
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