Ricardo Cayuela Gally nos obsequia una lectura heterodoxa del exitoso documental Presunto Culpable. Como éste desarrolla un tema en el que no podemos menos que coincidir, la presunción de inocencia (todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario), y su artera violación en el día a día de nuestros procesos judiciales, desde los primeros días de su exhibición esta cinta fue cargada bajo palio por el público y la prensa.
Desentendiéndose del griterío celebratorio, Cayuela se detiene a formular una interrogante pertinente; a saber: “La pregunta clave es: ¿se vale el engaño cuando se trabaja con la realidad?”
Pareciera que los realizadores de Presunto Culpable, deliberadamente o por torpeza, incurren en una serie de vicios como dejar de formularse preguntas cruciales, ocultarle información o distraer la atención del espectador:
1.- ¿Por qué el protagonista creía merecer un castigo?
Si lo que les interesaba era contar la historia de Toño, por qué nunca le preguntan cuál era ese problema “gigantesco” –“me siento tan agobiado y tan mal”– que le había hecho pedir a Dios, una semana antes de entrar en prisión, que lo matara o lo metiera en la cárcel. No conozco a ningún católico que le pida a Dios un castigo. Se pide ayuda, se pide perdón, a menos que sientas culpa de algo igualmente “gigantesco”. ¿Conocen a muchos inocentes que le pidan a Dios que los mate o los encarcele?
2.- El examen técnico al que Toño fue sometido en realidad no probaba nada:
La prueba de Harrison o del rodizonato de sodio: Toño no pudo disparar el arma ya que salió negativo en ella. De hecho, uno de los grandes momentos de la película es cuando el testigo acusador dice que, en efecto, él no vio quién disparó. Asunto lógico, ya que, si lo hubiera visto, alguna de las cuatro balas que se llevó su primo (información que los espectadores no tienen pero que aparece en la autopsia del caso y que se puede leer parcialmente en la secuencia inicial que ya comenté) habría sido para él. Sale corriendo en mitad de la golpiza y regresa cuando se siente seguro, tan solo para comprobar que su primo ha sido ejecutado. En el cruce de acusaciones en la prensa entre Hernández y la subprocuradora del df Martha Laura Almaraz, quien dice que nunca se acusó a Toño de haber disparado, no queda claro si esto formó parte del expediente o no. En cualquier caso, jurídicamente la prueba es irrelevante, ya que pierde toda su eficacia si no se practica en las primeras doce horas tras el suceso, y a Zúñiga se la aplicaron al menos veinticuatro horas después.
3.- Información que ni siquiera fue considerada por la defensa, por su irrelevancia, pero a la que el documental dota de peso:
La distancia: se nos dice que el crimen, en las calles de Benito Juárez y Fuentes Estelo, ocurrió a cuarenta minutos caminando, ida y vuelta, del mercado de la Polvorilla (¿a qué velocidad?, ¿minutos cerrados o redondeados al alza?, ¿cargando cámaras y con ganas de no llegar o con cierta prisa?). Es decir, a veinte minutos de ida. Es decir, a cinco minutos en bici, es decir, a menos aún en coche. Lo que demuestra esa distancia, en una ciudad como el df, es que el crimen sucede en el mismo rumbo, que el puesto de Toño casi hace esquina con la calle del homicidio (obviamente no con el número, a varias cuadras de distancia) y que todo queda relativamente cerca. ¿Lo hace esto culpable? Desde luego que no. Simplemente, como prueba jurídica, es irrelevante. De hecho, no se presenta en el juicio: es solo para los espectadores de la película.
4.- El abogado espurio no era el defensor de oficio:
La creencia de la mayoría de los espectadores es que el abogado sin licencia de Zúñiga, el señor Enrique Ramírez Santiago –irregularidad que permite que se repita el juicio–, es el defensor de oficio, no el abogado privado que la familia de Zúñiga consiguió. Es decir, lo que permite que el caso avance es algo imputable al defensor, no a la parte acusatoria, y esto, aunque no se oculta, sí se vela y produce confusión. En la cinta, además, se ve natural que el juicio se repita, ya que su abogado de oficio no era legal. Esto se refuerza con la mención al final de que pese a su licencia fraudulenta
Sin embargo, si se ve con detenimiento, y sin ánimos exaltados, ese documental abre una serie de interesantes debates.
Presunto culpable da pie a otras discusiones y este es uno de sus méritos: sobre el conflicto entre interés público y vida privada, sobre el concepto de audiencia y juicio públicos, sobre el peso de las imágenes para inducir un criterio, sobre la cultura mexicana del influyentismo, usada incluso con buena intención (como es obvio que tienen los “abogados con cámara”), sobre el consenso acrítico en los medios de comunicación, sobre la necesidad que tenemos los mexicanos de mirarnos a nosotros mismos en todo nuestro horror sin edulcoraciones tipo telenovela (parte de su indudable atractivo), sobre el éxito (y la riqueza) que puede dar el apoyo a “las buenas causas”. Sobre la verdad de las mentiras (en léxico de Vargas Llosa), verdadera riqueza de la ficción, y sobre los peligros de la mentira cuando se habla en y sobre la realidad (lección última del magisterio de Arcadi Espada).
Finalmente, en todo momento, sin renunciar a la crítica, Cayuela procura ser equilibrado:
¿Qué pudo haber pasado? Con los abogados algo muy simple: prefirieron limar las aristas conflictivas y forzar ligeramente los bordes de un caso en que habían invertido tiempo, dinero y relaciones para que sirviera de ejemplo de los males de nuestro sistema legal antes que saber la verdad de los hechos. Hicieron un documental de tesis con un caso fronterizo. ¿Coincido con su diagnóstico de la justicia? Sí. ¿Es útil la película para cambiar ese estado de cosas? Sí. ¿Son honestos al documentar los hechos? Me temo que no...
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario