viernes, 5 de junio de 2009

El resistente selectivo



Es inelegante hablar mal de los difuntos: de mortuis nil nisi bene; pero también es sabido que el que calla otorga. Mario Benedetti no fue ni con mucho el gran escritor que sus adoradores suponen; más grave, no fue el tenaz resistente a las dictaduras en que lo están erigiendo. Fue un resistente, correcto; pero un resistente selectivo como nos lo recuerda Fernando Savater:

Sin duda, el escritor fue militante contra la dictatorial junta militar de Uruguay y padeció persecución y exilio por ello. Pero por el contrario apoyó con entusiasmo a la mucha más longeva dictadura de Cuba, tomó posición contra Heberto Padilla en el inicuo proceso inquisiorial contra éste (que abrió los ojos a muchos intelectuales sobre la catadura del régimen de Castro), tildó de «homosexuales» a los disidentes de la isla -por lo visto ser homosexual le parecía un delito punible, como a las autoridades cubanas- y no perdió ocasión de ensalzar y apoyar al régimen soviético hasta el último día. Cuando a finales de los años ochenta del pasado siglo celebramos en Valencia un Congreso de Escritores por la Libertad, conmemorando el que medio siglo antes tuvo lugar en la misma ciudad durante la guerra civil, lo denunció como una maniobra de la CIA porque en él se dio la palabra a disidentes de las felizmente moribundas dictaduras comunistas que contaron lo que habían padecido en ellas... sufrimientos y abusos que él, también víctima de una dictadura, hubiera debido comprender mejor que nadie.

No digo que Mario Benedetti no fuera un «resistente»: pero fue un resistente. selectivo. Y me parece preocupante que algunos esgriman su nombre como emblema de resistencia, mientras que los de un Czeslaw Milosz, Soljenitszin, Jan Patocka o los disidentes cubanos, algunos aún encarcelados por delitos de opinión -que resistieron a las dictaduras de las que fue apologeta y cómplice Benedetti- son mirados con recelo o permanecen en el olvido. A veces parece que cierta izquierda se porta con sus intelectuales como muchos jerarcas de la Iglesia católica con los curas pederastas: encubriendo o minimizando sus fechorías.


Ese doble rasero de Benedetti es imposible dejar de señarlo, como lo hizo, entre nosotros, Cristhoper Domínguez Michael:

Era del todo previsible que con la muerte de Mario Benedetti, a sus 88 años en Montevideo, se expandiese un agudo brote epidémico de cursilería. No podía ser de otra manera, pues fue Benedetti el creador, junto con los músicos que lo popularizaron, de un cancionero llamado a persistir en la memoria de sus miles y miles de lectores y oyentes, un público que asociaba su nombre a los viejos valores cristianos del amor y de la solidaridad que el escritor uruguayo renovó al envolverlos en el aroma de la informalidad, el coloquialismo, la vida cotidiana y la lucha revolucionaria.

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A su oferta no le faltaría, después, casi nada para monopolizar el sentimentalismo de su tiempo: ni el patrocinio de la nueva iglesia que oficiaba en La Habana, ni la avidez simoniaca de quienes encontraron una mina de oro en esa feligresía, ni los mártires apropiados, desde Ernesto Guevara a Roque Dalton. Alimentó Benedetti, además, a la religión revolucionaria sin los escrúpulos de conciencia que sufrieron otros escritores de izquierda, a la vez más cínicos y más sofisticados que él, como Pablo Neruda o Gabriel García Márquez.
Leer a Benedetti y pensar en lo que él significó no deja de ser un trago muy amargo, pasarse una película en verdad siniestra: la de la destrucción de la democracia uruguaya, iniciada por los guerrilleros tupamaros y concluida con los abominables crímenes de la dictadura. Con la complicidad de los gobiernos de Washington, los regímenes militares se adueñaron del continente y la historia confirmó el horror pánico que un intelectual como Benedetti, educado por Rodó y su arielismo, tenía por los Estados Unidos.

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Los biógrafos de Benedetti hacen algunos esfuerzos (no muchos, ciertamente) por disminuir la agradecida servidumbre que caracterizó al escritor uruguayo frente a Fidel Castro y su dictadura, sin mayores estremecimientos, de principio a fin, desde fines de los años 60 hasta los fusilamientos de 2003 y a través del caso Padilla que a Benedetti no lo movió un centímetro. Aquí y allá, sin demasiada convicción, se presenta a un Benedetti áulico recomendándole al dictador que mejore la prensa de La Habana o en pose victorhugoliana desaconsejando, universalmente, la pena de muerte.
Es probable que las páginas más trascendentales de Benedetti no sean sus descripciones de la vida burocrática o sus canciones de amor y desamor, sino aquellas en que retrata la tortura y su horror moral, como ocurre con Pedro y el capitán (1979), su obra de teatro. Es trágico que la validez moral de esa denuncia quede viciada de origen, en su dimensión universal, al confrontarse con la aquiescencia rutinaria de Benedetti ante los crímenes de esa otra tiranía de la que fue huésped frecuente y alto funcionario cultural. A Benedetti le gustaba mucho citar (y a sus biógrafos les gusta repetir, con él y quizá a manera de fianza, la citación) el poema en que Octavio Paz habla de "los otros que me dan plena existencia". Francamente, es dudoso que a Benedetti le hayan interesado "los otros". Amó a los suyos y se felicitó de que fuesen una multitud, una calurosa muchedumbre. A ellos, los confortó con el sentimentalismo que se requiere, a veces, para no pensar


Queda demostrada la catadura moral de Benedetti (en la foto: homenajeado por Chávez). Por lo que toca a su valor literario, no me parece, como ya dije, un autor imprescindible; pero esto último es cuestión de gusto. Habrá quien piense que Benedetti es fundamental en la literatura, pues que lo lea y con su pan se lo coma.

a.a

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