viernes, 19 de septiembre de 2008
Sergio Peña
Paloma publica en Hojalata, suplemento cultural de Líder, la crónica de su visita al domicilio y estudio del maestro Sergio Peña.
Algo tiene de zíngaro el Círculo de Lectura que coordino. ¿O quiza el gitano sea yo? El caso es que ha deambulado de la seca a la meca. En una de esas llegamos a sesionar en el Archivo Municipal. Recuerdo aquel sábado en que Antonio Saravia se hizo acompañar de Sergio Peña. Y recuerdo el libro que comenté aquella mañana: Farabeuf de Elizondo. La simpatía entre Sergio y yo nació de inmediato. Desde entonces me envanece ser su amigo.
Celebro que Paloma destaque un aspecto no siempre tratado por los que del maestro Peña se han ocupado: su biblioteca, y en suma su amor por la lectura. Es evidente que mis charlas con Sergio han sido más bien literarias. Es un conocedor avezado de las obras de Stefan Zweig y de mucho del siglo de oro español.
Alguna vez estudiamos, estrofa por estrofa, La fábula de Polifemo y Galatea. La mirada se le encendía. Y yo atizaba la hoguera: "Ahora, Sergio, escuche esta rima". ¡Qué barbaridad, Alfredo, ya nadie escribe así! Recordaré siempre aquella tarde que platicamos de Góngora con la emoción con que se cuenta un western o se disfruta un thriller. Algo de lo que sé del inmortal andaluz lo aprendí de Sergio.
Cuando lo aproximé a a la obra de Fernando Vallejo, para decirlo con una expresión que le es habitual, ¡enloqueció! Leyó La puta de Babilonia de cabo a rabo y sin pausas. La emoción en su voz era perfectamente reconocible: era la de un lector en arrobo. El mejor de nuestro pianistas es también un erudito de las letras.
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