lunes, 24 de enero de 2011

Santa Evita




Eva Duarte, hija bastarda de origen humilde nacida en la provincia argentina. Eva Perón, compañera de Juan Domingo Perón, presidente de aquel país austral. Eva Duarte de Perón, Evita, como ha querido la historia preservar su nombre; odiada, por ordinaria y arribista, por la oligarquía de su época; querida y santificada por legiones de descamisados, los pobres de su país.

A los 33, un cáncer termina con los días de Evita. A partir de entonces comienza una historia no menos asombrosa: la errancia de su cadáver momificado. Esa es la trama que nos cuenta Tomás Eloy Martínez en Santa Evita, siguiendo el criterio de Oscar Wilde: “El único deber que tenemos con la historia es reescribirla”.

Uno de los méritos de la novela de Eloy Martínez fue la creación de personajes difíciles de olvidar. Pienso en dos: el embalsamador y el coronel. A la manera de los faraones egipcios, el cuerpo de Evita, por disposición de Perón, fue embalsamado. Esa función fue ejecutada por el doctor Ara, conocedor de que su tarea no es muy distinta de cualquier artista: fijar el instante.

A la caída de Perón, en 1955, los militares en el poder ordenan desaparecer el cuerpo de Evita, temerosos de que los exhaltados que la adoraban desbordaran sus ánimos. Será el coronel Moori Koenig el encargado de esa misión. Las tácticas y estrategias que el Coronel despliega en ese empeño no le son ajenas a la locura.

El próximo 31 de enero se cumple un año de la muerte de Tomás Eloy Martínez, en esa circunstancia leeremos, en el CLNL, para honrar su memoria, Santa Evita.

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