Su don de ubicuidad fue fama. Se le veía en un mitin en el zócalo, en una función de lucha libre o en un videoclip de Luis Miguel.
Fue conocido su interés por el cine mexicano: tuvo la audacia de elevar a rango de director atendible a Juan Orol. Célebre también su pasión coleccionista (un museo en la capital, El Estanquillo, da cuenta de ello) y su amor por los gatos.
Escribió tanto y de tantos asuntos que sólo de pensarlo marea. Me parece que sobrevivirá como cronista, pero si hubiese de elegir uno de sus libros sería su biografía sobre Salvador Novo.
La única vez que estube en una charla suya fue cuando presentó en Monterrey un libro de Fernando Savater. (Asistí a aquel evento movido por Savater, se infiere). No simpaticé con sus filias zapatista y lopezobradorista, pero en repetidas ocasiones celebré su sentido del humor.
Ayer domingo, al día siguiente de su fallecimiento, Enrique Krauze lo recuerda en su editorial para Reforma:
Se vestía de mezclilla. Una sola vez lo vi usar corbata. Usaba el Metro, pedía aventón y -de manera puntual- llegaba tarde a sus citas. Tenía un aire permanente de profesor distraído o de estudiante sesentero. Vivía en la sinuosa calle de San Simón en la Colonia Portales, cerca del California Dancing Club. Era difícil penetrar el laberinto de su casa. Había un orden secreto en el desorden de su biblioteca, con sus libros cuidadosamente forrados en vinil transparente.“Fue más citado que leído y más leído que entendido”, señala Héctor Aguilar Camín. “Él solo constituía una agencia de noticias”, resume Adolfo Castañón.
Carlos Monsiváis fue un hombre de izquierda, más entusiasta que crítico; luchador social por los derechos de las minorías (una anécdota para la historia: el flautista Horacio Franco cubrió, por algunos momentos del velatorio, su féretro con la multicolor bandera gay), contribuyó en algo en fijar la atención, para usar uno de sus títulos, de lo marginal en el centro.
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