lunes, 28 de octubre de 2013

Oración del 9 de febrero



Una apretada biografía del destacado militar y político mexicano Bernardo Reyes (1849-1913) contaría los siguientes hechos: peleó en la Segunda Intervención Francesa en México; por más de dos décadas gobernó y contribuyó al desarrollo industrial de Nuevo León; cercano a Porfirio Díaz (fue secretario de Guerra y Marina) en 1911 proclama el Plan de la Soledad donde se subleva contra el gobierno de Francisco I Madero, al poco es arrestado; dos años más tarde, la mañana del 9 de febrero de 1913,  es liberado por rebeldes opositores al gobierno maderista y se une al contingente que pretende tomar  Palacio Nacional, en el frustrado asalto es abatido. Por último, pero no menos importante, fue padre de Alfonso Reyes.

El hijo, a la postre, igualaría la fama del padre y consignaría su fatal desenlace como “una oscura equivocación en la relojería moral de nuestro mundo”. Testimonio del amor filial, diecisiete años después de la muerte de su padre, Alfonso Reyes comienza a escribir una de las piezas  más conmovedoras de la prosa hispanoamericana, la Oración del 9 de febrero.

Ajeno a la ansiedad, Reyes dispuso la publicación póstuma de su Oración. Ésta es llevada a cabo en 1963, por  Ediciones Era. Este año, cuando conmemoramos el centenario de la Decena Trágica, Era vuelve a editarla y, como en la primer ocasión, agrega el facsímil manuscrito.

En la Oración del 9 de febrero el regiomontano universal  consigna cómo remontó el luto: “Después me fui rehaciendo como pude, como se rehacen para andar y correr esos pobres perros de la calle a los que un vehículo destroza una pata; como aprenden a trinchar con una sola mano los mancos; como aprenden los monjes a vivir sin el mundo, a comer sin sal los enfermos.”

También nos comparte rasgos del carácter de su padre al analizar la evolución de su rúbrica; al pasearse por los tomos de su biblioteca. En todo caso, queda como imagen de don Bernardo la de un hombre al que  entusiasmaban las empresas titánicas, pleno de vigor pero contenido: “frena sus energías y administra el rayo”.

Los años finales del general Bernardo Reyes sumaron una decepción a otra. Tuvo que dimitir al cargo que tenía en el gabinete de Díaz por conflictos personales con otro grupo cercano a don Porfirio, el de los Científicos.   Vuelve a gobernar Nuevo León, no dura mucho; forzado a renunciar, parte a Europa y regresa a la caída de Díaz. Quienes le animaban a suceder en el poder al héroe del 2 de abril le fallaron, donde le habían ofrecido ayuda encontró delaciones; nunca segundas partes fueron buenas, sostiene Alfonso Reyes: “Ya no lo querían: lo dejaron solo. Iba camino de la desesperación, de agravio en agravio. Algo se le había roto adentro.” Obstáculos mil  le impidieron avenirse con Madero.  Una Nochebuena, vaya ironía, el cansancio le vence: se saber perseguido, en los límites de Linares se entrega prisionero. Qué otra cosa podía hacer con su vida un romántico como él, medita su hijo, sino tirarla por la borda, “arrojar a las olas su corazón”.   

La publicación de esta plegaria laica hecha libro fue saludada por el crítico Christhoper Domínguez Michael y la recomienda a los nuevos lectores de Alfonso Reyes como el pórtico perfecto “de toda una enorme obra que, mal tolerada, desdeñada e incomprendida, es una de las muestras más fieles de civilización –ruina y hogar, monumento y paraíso- que nuestra literatura le puede ofrecer al porvenir”. 

 Todos lo saben, y los que lo niegan saben que engañan: Alfonso Reyes fue la figura tutelar de su generación. Y no se ha visto que quepan dos centros en un círculo.

 

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