Nada representa tan puntualmente las críticas a la civilización del espectáculo, esgrimidas por Mario Vargas Llosa, como la banalización
de las artes plásticas. Así lo refiere el Nobel peruano:
Desde que Marcel Duchamp, quien, qué duda cabe, era un genio, revolucionó los patrones artísticos de Occidente estableciendo que un excusado era también una obra de arte si así lo decidía el artista, ya todo fue posible en el ámbito de la pintura y escultura, hasta que un magnate pague doce millones de euros por un tiburón preservado en formol en un recipiente de vidrio y que el autor de esta broma, Damien Hirst, sea reverenciado no como el extraordinario vendedor de embaucos que es, sino como un gran artista de nuestro tiempo… Un tiempo en que el desplante y la bravata, el gesto provocador y despojado de sentido, bastan a veces, con la complicidad de las mafias que controlan el mercado del arte y los críticos cómplices o papanatas, para coronar falsos prestigios, confiriendo el estatuto de artistas a ilusionistas que ocultan su indigencia y su vacío detrás del embeleco y la supuesta insolencia. Digo “supuesta” porque el excusado de Duchamp tenía al menos la virtud de la provocación. En nuestros días, en que los que se espera del artista no es el talento, ni la destreza, sino la pose y el escándalo, sus atrevimientos no son más que las máscaras de un nuevo conformismo…ya no es posible discernir con cierta objetividad qué es tener talento o carecer de él, qué es bello y qué es feo, qué obra representa algo nuevo y durable y cuál no es más que fuego fatuo… En un agudo ensayo sobre las escalofriantes derivas que ha llegado a tomar el arte contemporáneo en sus casos extremos, Carlos Granés Maya cita “una de las perfomances más abyecta que se recuerdan en Colombia”, la del artista Fernando Pertuz que en una galería de arte defecó ante el público y, luego, “con total solemnidad”, procedió a ingerir sus heces.