martes, 13 de octubre de 2009

Lake Tahoe




En la pasada entrega de los Arieles se coronó como mejor película al segundo largometraje del joven realizador Fernando Eimbcke, Lake Tahoe. Al igual que en su ópera prima, Temporada de Patos, su reciente producción se caracteriza por eso que podríamos llamar ars narrativa de Eimbcke: historias en donde aparentemente no ocurre nada, tramas sencillas casi íntimas, manejo de actores ajenos al candelero. Entre los aciertos de Eimbcke hay que destacar su manifiesta intención de subordinar los acontecimientos a la percepción de los mismos; contribuye a este fin el uso, por momentos abuso, del fade a negros, y los planos abiertos de las tomas.

Lake Tahoe cuenta un día y poco más en la vida de Juan, un chico que debe liárselas con la reciente muerte de su padre. No vemos gimoteo por la pérdida, acaso desconcierto. La madre se ha tirado al llanto, su hermanito apenas entiende bien a bien qué está pasando. Juan conduce su automovil, choca contra un poste, necesita reparar la avería, en el proceso conocerá a tres personajes (un viejo y su perro, una madre soltera con aspiraciones de cantante rock, un joven mecánico adorador de las artes marciales) y eso es todo.

La historia tiene como marco el puerto yucateco de Progreso y su inconfundible paisaje peninsular. ¿Qué tiene que ver con esto la región que hermana a los estados de Nevada y California, Lake Tahoe: nada... o, para decirlo en el lenguaje de Eimbcke, aparentemente nada.

a.a

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