Una de las muchas vidas que a finales de los ochenta cobró la espiral de violencia cernida sobre Medellín, Colombia, fue la del padre del escritor Héctor Abad Faciolince. Entre los efectos personales del muerto hallaron, en uno de sus bolsillos, un poema atribuido a Jorge Luis Borges. El pasado en limpio de aquel infausto episodio cobró forma de libro; Faciolince, por cierto, se inspiró, al titularlo, en el primero de los versos del poema citado.
En Letras Libres de julio el novelista colombiano relata la serie de viajes y contactos que trabó, a partir de la publicación de sus memorias, para finalmente concluir que aquel poema era de la autoría del argentino y no mera atribución. Por otra parte, en el número del mes siguiente de esa misma revista, el escritor Harold Alvarado Tenorio, no sin antes incordiar a Faciolince, se erige como autor del poema.
De manera que, más allá de esta trama laberíntica que a Borges haría sonreír, ya sea que se trate de un inédito suyo o el sorprendente trabajo de un esforzado admirador, estos versos, me parecen, son de Borges en la medida que los imanta su númen.
La idea de la inmortalidad ciertamente aburría a Borges. Vanas le parecían las tareas del hombre y vanos sus empeños en perdurar. Somos, sospechaba, verde pasto del olvido. A continuación, reproduzco el poema:
Aquí. Hoy
Ya somos el olvido que seremos,
el polvo elemental que nos ignora
y que fue el rojo Adán y que es ahora
todos los hombres y que no veremos.
Ya somos en la tumba las dos fechas
del principio y del término, la caja,
la obscena corrupción y la mortaja,
los ritos de la muerte y las endechas.
No soy el insensato que se aferra
al mágico sonido de su nombre;
pienso con esperaza en aquel hombre
que no sabrá que fui sobre la tierra.
Bajo el indiferente azul del cielo
esta meditación es un consuelo.
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