Una apretada biografía del destacado militar y
político mexicano Bernardo Reyes (1849-1913) contaría los siguientes hechos:
peleó en la Segunda Intervención Francesa en México; por más de dos décadas
gobernó y contribuyó al desarrollo industrial de Nuevo León; cercano a Porfirio
Díaz (fue secretario de Guerra y Marina) en 1911 proclama el Plan de la Soledad
donde se subleva contra el gobierno de Francisco I Madero, al poco es arrestado;
dos años más tarde, la mañana del 9 de febrero de 1913, es liberado por rebeldes opositores al
gobierno maderista y se une al contingente que pretende tomar Palacio Nacional, en el frustrado asalto es
abatido. Por último, pero no menos importante, fue padre de Alfonso Reyes.
El hijo, a la postre, igualaría la fama del
padre y consignaría su fatal desenlace como “una oscura equivocación en la
relojería moral de nuestro mundo”. Testimonio del amor filial, diecisiete años
después de la muerte de su padre, Alfonso Reyes comienza a escribir una de las
piezas más conmovedoras de la prosa
hispanoamericana, la Oración del 9 de
febrero.
Ajeno a la ansiedad, Reyes dispuso la
publicación póstuma de su Oración. Ésta es llevada a cabo en 1963, por Ediciones Era. Este año, cuando conmemoramos
el centenario de la Decena Trágica, Era vuelve a editarla y, como en la primer
ocasión, agrega el facsímil manuscrito.
En la Oración del 9 de febrero el regiomontano
universal consigna cómo remontó el luto:
“Después me fui rehaciendo como pude, como se rehacen para andar y correr esos
pobres perros de la calle a los que un vehículo destroza una pata; como
aprenden a trinchar con una sola mano los mancos; como aprenden los monjes a
vivir sin el mundo, a comer sin sal los enfermos.”
También nos comparte rasgos del carácter de su
padre al analizar la evolución de su rúbrica; al pasearse por los tomos de su
biblioteca. En todo caso, queda como imagen de don Bernardo la de un hombre al
que entusiasmaban las empresas
titánicas, pleno de vigor pero contenido: “frena sus energías y administra el
rayo”.
Los años finales del general Bernardo Reyes
sumaron una decepción a otra. Tuvo que dimitir al cargo que tenía en el
gabinete de Díaz por conflictos personales con otro grupo cercano a don
Porfirio, el de los Científicos. Vuelve
a gobernar Nuevo León, no dura mucho; forzado a renunciar, parte a Europa y
regresa a la caída de Díaz. Quienes le animaban a suceder en el poder al héroe
del 2 de abril le fallaron, donde le habían ofrecido ayuda encontró delaciones;
nunca segundas partes fueron buenas, sostiene Alfonso Reyes: “Ya no lo querían:
lo dejaron solo. Iba camino de la desesperación, de agravio en agravio. Algo se
le había roto adentro.” Obstáculos mil
le impidieron avenirse con Madero. Una Nochebuena, vaya ironía, el cansancio le
vence: se saber perseguido, en los límites de Linares se entrega prisionero.
Qué otra cosa podía hacer con su vida un romántico como él, medita su hijo, sino
tirarla por la borda, “arrojar a las olas su corazón”.
La publicación de esta plegaria laica hecha
libro fue saludada por el crítico Christhoper Domínguez Michael y la recomienda
a los nuevos lectores de Alfonso Reyes como el pórtico perfecto “de toda una
enorme obra que, mal tolerada, desdeñada e incomprendida, es una de las
muestras más fieles de civilización –ruina y hogar, monumento y paraíso- que
nuestra literatura le puede ofrecer al porvenir”.
Todos
lo saben, y los que lo niegan saben que engañan: Alfonso Reyes fue la figura
tutelar de su generación. Y no se ha visto que quepan dos centros en un círculo.