En su libro Mala índole, Javier Marías selecciona de su obra personal aquellos cuentos que le parecen aceptados y aceptables. Los que allí no figuren tendrán por mejor destino la sombra, el anonimato.
Al leer uno de esos trabajos afortunados, Lo que dijo el mayordomo, caí en una especie de paramnesia. Pero no con respecto a otro trabajo del mismo autor ni en sintonía con una trama parecida leída en otro lado.
El narrador de la historia comparte azarosamente con un mayordomo el espacio de un estrecho ascensor, por el tiempo que se reponga el suministro eléctrico que lo ponga en función de nueva cuenta.
Resulta sospecho que un personaje de suyo recóndito, como suelen ser los mayordomos (pienso, por ejemplo, en el protagonista de Lo que resta del día de Kazuo Ishiguro) abandone su reticencia habitual y se torne lenguaraz y, para decirlo en corto, lo cuente todo, o casi. Pero en fin, Si no es de esa manera de qué otro modo nos enteraríamos de lo que relató el mayordomo. Pero no es de esa indiscreción de lo que quiero hablar.
Lo dicho puede ser, y es, interesante y por ello los invito a que acudan a ese cuento. Pero lo que inspira estas líneas es una reflexión que Javier Marías deja caer inquietantemente en su narración: “los libros que no leemos están llenos de advertencias; nunca las conoceremos, o llegarán demasiado tarde.”
¿Le resulta familiar ese enunciado? ¿Todavía descansan, inaugurados, en su biblioteca los tomos de En busca del tiempo perdido de Proust? O, Para no ir más lejos, es posible que no haya usted aún encontrado el tiempo que reclama la lectura de los tres tomos de Tu rostro mañana, del propio Marías.
Resulta sino dramático por lo menos acongojante intuir que en esas lecturas postergadas nos esperaba alguna epifanía. Y, consecuencia del aplazamiento, no sabremos jamás la importancia tremenda que esa revelación tendría en nosotros. Aquellas palabras ignoradas ¿cambiarían nuestro destino o modificarían cierta conducta?
Al principio adelanté que la frase de Javier Marías operó, en mi memoria lectora, cierto déjà vu. Para decirlo de otro modo, al leer esa reflexión no conocí su significado: lo reconocí. De algún modo aquellas palabras me acompañaban desde otro lugar, desde otro libro.
Aquella cavilación me remitió a un poema de José Emilio Pacheco donde el poeta nos cuenta de un libro: “Lo compré hace muchos años. Pospuse la lectura para un momento que no llegó jamás. Moriré sin haberlo leído. Y en sus páginas estaban el secreto y la clave.”
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