domingo, 29 de septiembre de 2013

La diligencia


Recuerdo un estribillo de Joaquín Sabina:

En pantalla Dalila cortaba el pelo al cero a Sansón
y en la última fila del cine, con calcetines aprendimos tú y yo.

Juegos de manos, a la sombra de un cine de verano.
Juegos de manos, siempre daban una de romanos.

Lo de los calcetines es importante subrayarlo porque alude a la edad temprana. He recuperado esas líneas no por lo relativo a los primeros escarceos del cantautor  andaluz sino por la serie de películas que cifraron el gusto de esa época.  Por lo que a mi toca, mi educación sentimental está ligada al western. De manera  que cuando niño, en la matiné, siempre daban una de vaqueros.

Borges veía el  western como un  bastión de la épica. Por la exaltación del coraje que suele caracterizarle,  el género no podía serle indiferente. Las películas del oeste nos simplificaban la existencia: éste era el valiente, aquel el canalla. Con el correr de los años el cine complicó la cuestión al punto que resultó indistinguible el bueno del malo. Quizá por eso recordamos con cariño aquella Arcadia donde no había lugar a las equivocaciones.

Entre las películas de vaqueros, La diligencia (Sategecoach), de John Ford, ocupa un lugar de honor. Data de 1939 y  el rol protagónico corre a cargo de John Wayne.

¿Qué sucede cuando un grupo de extraños se ven obligados, por las circunstancias, a compartir un trecho de sus vidas? Una de las posibles respuestas es la historia que nos cuenta este film.

Al principio se nos presentan a quienes viajarán en la diligencia: la prostituta, el médico borracho, la dama, el jugador, el banquero, el hombre de negocios, el sheriff y el conductor. En el camino se les sumará el prófugo Ringo Kid (Wayne).  También se nos informa  que el telégrafo ha sido cortado y en el área merodean los apaches.

Como se podrá imaginar, dando que el viaje inicia en un punto y terminará en otro, hay un desplazamiento, interrumpido por los altos en las diversas postas para descansar y comer,  durante el cual habrá lugar para la interacción entre los variopintos personajes. No hablaré del final pero anticipo que éste se teje entre el romance y un ajuste de cuentas.                                                                                                                                                                                             

Hay una secuencia que el espectador difícilmente olvidará, aquella donde la diligencia repele a plomo  una emboscada de los apaches. Ahí, quedó para la historia muestra de la pericia técnica de  Ford y su equipo.

John Ford (1894-1973), cuatro veces ganador del Oscar, dirigió más de 140 películas,  es uno de los grandes directores de la industria, comenzó su carrera en el cine silente, entre sus trabajos también se cuentan Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, El fugitivo, El hombre tranquilo, El hombre que mató a Liberty Valance.

Los exteriores de La diligencia  se rodaron en  Monument Valley, fue postulada a siete Premios de la Academia; consiguió dos -mejor actor de reparto (Thomas Mitchell) y  mejor música-.  Popularizó a John Wayne y es para muchos una de las mejores películas del oeste de todos los tiempos. El próximo miércoles, dos de octubre, en el cineclub de Estación Palabra, a eso de las seis de la tarde, se proyectará esta película. La entrada es libre.
Envío estas líneas a Antonio Saravia con quien no pocas veces he compartido el cine y la sardina.                                                                                                                                                                     

domingo, 22 de septiembre de 2013

La ternura caníbal



En una película de Woody Allen un par de malhechores maquinan un crimen. A punto están de ejecutarlo cuando uno interroga al otro: ¿y si existe dios?

Llama la atención como aún entre canallas afloran, no tanto como se quisiera, los miramientos. He pensado en este asunto luego de leer La ternura caníbal (Páginas de espuma, 2013) de Enrique Serna.

Ese  libro es la tercera aportación de Serna al género del cuento; le preceden Amores de segunda mano y El orgasmógrafo.

A Serna le son atractivos los personajes innobles; encuentra en ellos girones de humanidad pero nada más: son lo que son. Serna arropa con nuevos trajes una sospecha antigua: el hombre está hecho de mala levadura.

 De modo que no es de extrañar que en el villano favorito de la historia mexicana, Antonio López de Santa Anna, Serna haya encontrado tela de dónde cortar y confeccionara una de las novelas que mayor fama le han prodigado, El seductor de la Patria.

Por la misma senda camina Ángeles del abismo. Acaso, de sus novelas, mi favorita; donde recrea las peripecias de un par de pillos en época del virreinato.

En La ternura caníbal una galería de personajes enfrentados a destinos inmisericordes trazan un arco de las variantes del egoísmo. Hay de todo, como en botica: el marido próximo a fallecer  que exige a su mujer, luego de que él muera, se inmole para ser enterrados juntos; el matrimonio de artistas que desprecian  mutuamente sus respectivas obras; el escritor de provincia necesitado de probar su competencia que  recibe el elogio de un eminente poeta y al poco entiende que más vale no cacarear el asunto y asumirlo como una gloria privada; el afeminado que en vez de hincar los colmillos en su presa afecta, inopinadamente, inútil elegancia; la pareja que recurre a la práctica swinger como antídoto contra las ruinas de la rutina.

El primero (Entierro maya) y el último (La incondicional) de los cuentos son mis favoritos e imprimen sardónica redondez al volumen.

Los artistas de rigor, y Serna lo es, no eluden el dictamen del espejo; sabe que la literatura sirve también para enfocar sus zonas de niebla. Enrique Serna cruzó su Rubicón con Fruta Verde, una de las pocas novelas, entre nosotros, sobre la bisexualidad.

El estercolero nuestro de cada día provoca en Serna más recaídas en el humor que en la vana queja. En sus incursiones en la espesura de la modernidad atisba una que otra verdad meritoria de examen; por ejemplo: “-el honor- es otra antigualla obsoleta como la fidelidad y el romanticismo. Maldita modernidad, cuantos sentimientos nobles has convertido en chatarra.”

Sobra decir que recomiendo su lectura.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Leer



Dos amigas se encuentran en la calle. Una de ellas va acompañada de un niño, su hijo. Mientras ellas platican el infante se entretiene deletreando los rótulos.

“-Pero ¿sabe leer?

-Por lo visto –dice la madre del pequeño.”

Aquel niño era Gabirel  Zaid, y el episodio debió ocurrir en alguna banqueta de su Monterrey natal.  Toda una vida dedicada  a la lectura han contestado afirmativamente: sabe leer.  Desde que comenzó a hacerlo no ha parado. Y cuando lo ha hecho ha sido contra su voluntad, en atención a esas distracciones y trabajos necesarios para ganar su sustento:

“Desde que comencé a Leer, la vida (lo que la gente dice que es la vida) empezó a parecerme una serie de interrupciones.  Me costó mucho aceptarlas, y a veces pienso que sigo en las mismas. Que en vez de dejar el vicio, lo llevo a todas partes. Que si, por fin, salí a la realidad (lo que la gente dice que es la realidad) fue porque también me puse a leerla”.

Para  Zaid la lectura es el alimento del que se nutre la conversación cultural y la cultura  aquello que hace del mundo un lugar habitable. A lo largo de los años ha venido escribiendo sobre la lectura en diferentes obras. Ante la dispersión de esos materiales había la necesidad de recogerlos  en un solo volumen.  La buena noticia es que ya contamos con ese libro, se  llama Leer (editado por Océano en 2012) y estuvo  al cuidado de Fernando García Ramírez.

Un acierto de García Ramírez fue incluir no sólo los ensayos que respaldan la idea generalizada de la lectura libresca, sino también aquellos que constatan una fidelidad  de Zaid: la lectura de la vida. La lectura de la realidad. Leer también es observar, descifrar interpretar lo que nos rodea.  Citando a Fernando García Ramírez: “Hay quienes ven pasar personas delante de su ventana como si se tratara de un paisaje y hay quienes, a partir del examen detenido de esas personas, se percatan de que nada en la marcha de esos individuos es gratuito, que todos van o vienen, rápido o lento; que todo  es susceptible de tener sentido, si  lo saben interpretar.”

Algo que valoramos en los ensayos  de Zaid es que sus críticas no se quedan en la queja.  Cuando se topa con un problema, además de examinarlo,   suele acompañar su juicio con una propuesta  a manera de solución.  Abundan los ejemplos: el regreso a la labor artesanal (“No sobran campesinos: sobran agricultores”), el desarrollo de microcréditos,  el reparto de dinero en efectivo a los desfavorecidos evitando el gigantismo burocrático.

En  Leer encontraremos las ideas que Zaid tiene sobre la lectura; el análisis práctico de algunos poemas; su defensa de la cultura libre (por Cultura Libre Zaid entiende el saber ácrata y disperso, ajeno a las Universidades, la Iglesia o cualquier otra institución) como la gran organizadora de la conversación universal; y su ya comentada lectura de la realidad.

El conocimiento de Gabriel Zaid es un saber eminentemente práctico. No tiene nada en común con la holgazanería bohemia.  “¿Hay razón –se pregunta-  en suponer que los poetas pierden la inspiración si practican seriamente algún deporte, llegan puntualmente a sus citas o saben administrar un presupuesto?” Contar, entre nosotros, con alguien como él es una rareza, un lujo.