Mientras Groucho Marx desdeñaba a la posteridad (ésta, decía, no había hecho nada por él) a Borges le divertía la idea de ser inmortal. Saberse pasto para el olvido, y el recuerdo de Evaristo Cariego, un poeta menor, lo condujo a escribir: “La meta es el olvido. Yo he llegado antes”.
Perdurar infinitamente es el tema de El inmortal, cuento de Borges cuya lectura primera flechó, de una vez y para siempre, a Cristhopher Domìnguez Michael, como lo revela en su Jorge Luis Borges.
El encuentro entre el legionario romano al servicio del emperador Dioclesiano, Marco Flaminio Rufo, y un troglodita (a la postre, Homero), derivará en la búsqueda de un río cuyas aguas proveen la vida eterna. La idea que subyace en el relato, nos dice Borges, en su Arte poética, es la siguiente:
… si un hombre fuera inmortal, con el correr de los años (y, evidentemente, el correr duraría muchos años), lo habría dicho todo, hecho todo, escrito todo. Tomé por ejemplo a Homero; me lo imaginaba (si realmente existió) en el trabajo de escribir la Iliada. Luego Homero seguiría viviendo y cambiaría conforme cambiarán las generaciones. Con el tiempo, evidentemente, olvidaría el griego, y un día olvidaría que había sido Homero.
Queda claro que Borges sugiere, juguetonamente, una idea genial: podríamos asegurarnos la inmortalidad de la existencia, no así la de la memoria.
A todo esto, hablar de Borges y la inmortalidad es una y la misma cosa.
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