miércoles, 26 de mayo de 2010

Fernando Vallejo




Reproduzco de El don de la vida dos asuntos frecuentes en la obra de Fernando Vallejo:

AMOR:
El amor es una quimera de un solo sentido como la flecha, que sólo tiene una punta, no dos. ¿Cuándo ha visto usted una flecha que vaya y venga? El amor es para darlo, no para pedirlo. No pida amor. Delo, si tiene. Y si no, pues no.

PEDERASTIA:
-¿Y hasta qué edad le gustan los niños?
- Hasta que dejan de serlo. Punto en el cual me empiezan a gustar los muchachos.
-¿Y los hombres?
-También: blancos, negros, cobrizos, amarillos…
-¿Y los viejos?
-Ésos se los dejo a los gusanos.

lunes, 24 de mayo de 2010

El don de la vida



“Tratadito sobre la vejez y sus miserias”, así llama Fernando Vallejo a El Don de la Vida, su más reciente novela. La estructura es sencilla: un narrador en primera persona (al que podemos identificar como un alter ego del autor) enumera a otro, al que señala como su compadre, una serie de muertos, familiares o no, amigos o malquerientes que han ido a parar a una libretita donde se lleva cuenta y registro.

Debemos tomar el título del libro como una provocación, El don de la vida sugiere la lectura de uno de esos, así llamados, libros de superación personal (enorme el chasco que habrá de llevarse el lector que busque en esta novela ese embeleco), pues no puede caer en esa infamia una obra que empieza así: “-¿Quién tiene la verga más grande en este bar de maricas?”

Apenas comienzo su lectura pero ya se adivina por dónde va la cosa: una diatriba contra la clase política (lo mismo la colombiana que la mexicana) siempre poblada de bellacos y granujas; un ataque sin descanso contra las iglesias (particularmente la católica); una denuncia firme contra la sobrepoblación; los recuerdos de sus escaramuzas homosexuales y su desmedido odio contra el hombre tan profundo como el amor por los animales; los temas, en suma, acostumbrados en la narrativa de Vallejo. Para muestra, un botón:

-…¡Cuánto me hacen sufrir los muertos! Los odio casi tanto como a los pobres.
- ¿Y a la Iglesia?
-Mire: si en mis manos estuviera retorcerle el pescuezo al papa, tenga por seguro que lo haría, lo haría, lo haría hasta que el asqueroso se pusiera morado…
-Como cardenal.
-No sea bruto, compadre, que el color de los cardenales es el púrpura. Por eso los llaman purpurados.
- Y el bucato di cardinale, ¿qué viene siendo?
-Ah, ése es un niño tierno de doce años que se sambute un cardenal…


a.a

jueves, 13 de mayo de 2010

La boca llena de tierra



Tres breves palabras en latín sellaron su destino, un par de meses más y el cáncer, que ya lo come, terminará por aniquilarlo; así que toma un tren, destino Montenegro. Se apea en una estación y se interna en lo hondo del bosque. Es de noche.

Ante la inminencia de su muerte resuelve, el más grande dilema filosófico según Camus, cometer suicidio. Es poco el tiempo que le queda; la cuenta regresiva ha comenzado; el repaso existencial, en esos momentos, es de rigor:

…¿encontraría aquel compuesto químico, tal vez inexistente, por el que desperdició toda su juventud?; ¿alcanzaría a conocer todas esas ciudades, montañas y mares lejanos que siempre había anhelado ver, aplazando el viaje para otro momento y mejor ocasión?; ¿lograría besar en las noches cada vez más cortas que le quedaban, a todas aquellas mujeres que, encerrado en su laboratorio, no logró siquiera desear?... ¡¿podría en ese breve tiempo sufrir y estar feliz como para creer que realmente había vivido su vida humana?!


No ha caminado mucho. Con las primeras luces del nuevo día topa con dos excursionistas. Sin mediar palabras los evita; da la espalda y echa a correr… y ellos a perseguirlo. En adelante la acción será esa: un hombre huyendo y una jauría atrás (al par inicial se sumará una muchedumbre).

El relato anterior, desde su inocente arranque hasta su trágico final, se nos antoja absurda: y lo es. Pero debemos buscar en ella no la sin razón sino un signo, una metáfora que ha desvelado a todas las generaciones que nos preceden. Es probable que Borges y Cortázar gustaran de esta narración de perseguido y perseguidor. (Ese, y no otro, es el tema.)


Con el clima artificial de su departamento en Belgrado, Goran Petrovic atempera los rigores de un demasiado caluroso verano del 2009; y escuchando una grabación del chelo de Jaqueline du Pré se resguarda de la vocinglería con que cotidianamente fustigan los medios de comunicación. Pero esa tranquilidad es interrumpida; tiene entre sus manos la novela La boca llena de tierra , del también escritor serbio Branimir Scepanovic (por impericia técnica omito los acentos sobre las consonantes de los nombres de ambos autores); la cual he venido glosando en párrafos anteriores. Petrovic advierte en un email, a manera de prólogo, dirigido a Sexto Piso, editor mexicano al cuidado de la historia de Scepanovic, y al anónimo lector: “… ¡tenga cuidado, cuídese, este libro lo va a inquietar!”

a.a

Círculo de Lectores: el próximo lunes, lugar y hora acostumbrados.

miércoles, 5 de mayo de 2010

El Juárez de Parra




Si se quiere conocer a un hombre habrá que facilitarle una máscara, sugería Oscar Wilde. La que la historia mexicana otorgó a Benito Juárez es pétrea. El escritor Eduardo Antonio Parra no se aparta de ese discurso; no en vano incluye en el título de su novela sobre Juárez la línea "El rostro de piedra".

Personaje de una sola pieza, monolítico, de gesto grave, como el de tantos otros hombres providenciales de nuestra historia: los caudillos no sonríen. Esa adustez resume el largo camino, siempre sembrado de dificultades, que Juárez hubo de recorrer antes de consagrase como uno de nuestros próceres más populares: innumerables son las calles y avenidas con su nombre; mismo que también utiliza el Aeropuerto de la Ciudad de México y una buena cantidad de escuelas e institutos.


Han celebrado los cuentos de Eduardo Antonio Parra una serie de autoridades en materia literaria; baste citar dos: Christopher Domínguez y Daniel Sada. Juárez, el rostro de piedra es su segunda novela.

Un mérito: El Juárez de Parra elude la viñeta bucólica del pastorcito que huye de su aldea. Otro, y no menor: El Juárez de Parra se nos presenta calculador; no denuncia el autogolpe de Comonfort, espera pacientemente la caída del inepto mandatario para, en apego a lo que dictan las leyes, sustituirlo.

El año axial en la obra de Parra es 1871; pocos meses antes de fallecer el Oaxaqueño, y pocos después de la muerte de Margarita, su amada esposa. Año, también, camino de un nuevo mandato, vía reelección, que hubiese acometido si, como dice la canción, Juárez no hubiera muerto. Asistimos a los desvelos de un Presidente abandonado por antiguos colaboradores, señaladamente José María Iglesias y Sebastián Lerdo de Tejada; y alzándose en su contra, un combatiente resuelto, el general Porfirio Díaz.

1871 es, pues, un año crítico en la vida del héroe de la Reforma. Como un fantasma shakespeariano recorre los pasillos de Palacio Nacional, en el arranque de la novela, y repasa su vida.

Parra se toma algunas libertades, en muchas ocasiones lo nombra Pablo y no Benito; también nos lo presenta víctima del deseo por un oficial trasvestido, en el puerto de Veracruz.

Habrá que agradecerle al novelista el rescate de algunos personajes que ante la estatura de Juárez se vieron relegados a la sombra. Cierto pasaje de la novela me llevó a recordar una frase que mi abuelo solía decir. Recordemos que Juárez y Melchor Ocampo coincidieron en Nueva Orleans cuando el primero, para ganarse la vida, trabajaba como torcedor de tabaco. En un momento de ocio, cuando Juárez fumaba un habano, Ocampo sentencia: “Indio que fuma puro, ladrón seguro”. (La frase repetida por mi abuelo.)

No es este el lugar para el repaso histórico, pero es de todos conocidos que el ejercicio del poder del bando liberal, con Juárez a la cabeza, marcó un antes y un después en nuestra historia; concretamente, a partir de entonces el orden religioso se subordinó al imperio laico.